Discurso del Presidente de la República en ocasión de la Sanción al Código Procesal Civil

El hecho histórico que hoy nos reúne, la sanción de un nuevo Código Procesal Civil, tiene connotaciones históricas, políticas e ideológicas de inmensa trascendencia para el régimen jurídico de nuestro país y, por extensión, para la sociedad costarricense en su conjunto. Constituye, al igual que hace dos semanas la promulgación de la Reforma Procesal Laboral, la culminación de un largo proceso de maduración que finalmente otorga a Costa Rica un instrumento moderno, ágil y eficaz para el mejoramiento de su sistema de administración de la Justicia. Debe reconocerse el carácter revolucionario de este Código, pues casi dos siglos después de nuestra Independencia, separa completa y definitivamente la materia procesal de las antiguas leyes españolas que se cuentan entre las más atrasadas en el Derecho comparado. Lo anterior al tiempo que introduce la oralidad, la inmediatez y la concentración como principios fundamentales del proceso. Esto último, a tono con los sistemas jurídicos más avanzados y en consonancia con los principios y garantías recogidos en nuestra Constitución Política. Estoy convencido de la obligación del Gobierno de impulsar las reformas al Estado de Derecho requeridas por nuestro país. Y sobre todo en este caso, tratándose de un Código impulsado por la Corte Suprema de Justicia y por la Asamblea Legislativa desde hace décadas. Es procedente por lo tanto pagar un justo reconocimiento a todas las personas, comisiones, instancias técnicas y académicas e instituciones públicas que tanto el Poder Judicial como el Poder Legislativo convocaron desde el año 1998 a esta parte, con el fin de adecuar este cuerpo jurídico a los tiempos actuales. En particular y sabiendo de previo que injustamente omitiré a la mayoría de quienes hicieron posible esta reforma (magistradas, magistrados, diputadas y diputados y sus equipos técnicos, académicos y consultores) deseo mencionar a quien creo personifica los afanes de todas y todos ellos y que, convocado por Dios a adelantársenos en el camino hacia la Eternidad, hoy merece ser recordado en espíritu en este cónclave que tanto lamenta su ausencia: el Dr. Luis Paulino Mora. Don Luis Paulino, recordado ministro de Justicia y presidente de la Corte Suprema de Justicia, luchó denodadamente por alcanzar este momento cimero de la historia judicial. Yo le honro y, al hacerlo, honro a todas y todos quienes junto con él hicieron posible la reforma procesal civil que a partir de ahora mejorará la calidad de la Justicia nacional. También me complazco que sea su hijo, el señor viceministro de la Presidencia Luis Paulino Mora Lizano y también notable jurisconsulto, quien sancione junto conmigo esta Ley en la que tanto empeño puso su padre a lo largo de muchos años. Los objetivos de esta reforma ya los conocemos: se trata de sustituir cuerpos normativos antiguos por otros modernos que contribuyan a dotar a Costa Rica de una justicia más rápida, más humana y más transparente.  Las y los ciudadanos requieren procedimientos y leyes  que den contenido real al principio de justicia pronta y cumplida; que superen el estancamiento que supone una justicia lenta y parsimoniosa, tratada por los jueces con dilación, demora, tardanza, abandono, e incluso morosidad. En ese sentido, debe recordarse cómo el impulso y reforma a la normativa procesal ha constituido un insólito tabú para los órganos del Estado comenzando –lo digo con absoluto respeto- por el mismo Poder Judicial.  Un tabú que al romperse con esta reforma, da inicio a un luminoso camino de mejoramiento judicial cuyo principal beneficiario serán los sujetos del proceso civil. Permítanseme algunas anotaciones que hago en mi condición de veterano historiador, en homenaje a uno de mis queridos maestros de juventud don Rafael Obregón Loría. Antes y después de la independencia Costa Rica se rigió en el plano procesal por las Siete Partidas de Don Alfonso X el Sabio. Esto no varió sino hasta la promulgación del Código General de 1841, también conocido como Código de Carrillo, que algunos en aquella época calificaron como “el” hito de nuestra independencia jurídica de España y que sin duda preludió desde entonces el establecimiento de la que pocos años después sería nuestra Primera República. Ese Código, aún con sus grandes limitaciones, rigió 47 años en el ámbito procesal, hasta la promulgación del Código de Procedimientos Civiles de 1888, fecha en que también entró en vigencia nuestro antiquísimo Código Civil.  Este no era más que una copia de la española Ley de Enjuiciamiento Civil, por lo que retrocedimos en lo que a la dependencia jurídica de España se refiere. Algunos historiadores del Derecho mencionan un Código de Procedimientos Civiles de 1933, que en realidad se trató de unas reformas introducidas al de 1888, en busca de eliminar una gran cantidad de formalismos difíciles de superar ante los jueces de la época. Finalmente en esta fecha estamos derogando el Código Procesal de 1989, vigente a partir del 3 de mayo de 1990, que si bien pretendió introducir grandes cambios, no logró hacerlo merced a la oposición de abogados y jueces que le impidieron alcanzar los fines que éste perseguía.  Fue así como el Derecho Procesal permaneció encarcelado en los términos de la antiquísima Ley de Enjuiciamiento civil española hasta el día de hoy. Es necesario subrayar, en ese contexto adverso, la buena disposición de la Comisión de Asuntos Jurídicos de la Asamblea Legislativa (tanto la actual como las anteriores) que se abocaron con ahínco al estudio de temas tan complejos y no escatimaron esfuerzos para superar las diferencias existentes. Diferencias que no fueron óbice, en última instancia, para darle vida a este Código. Por todas las razones anteriores, la sanción de esta Ley constituye uno de los hechos jurídicos, incluso políticos, más importantes en los primeros tres lustros del presente siglo. Lo anterior, no solo en virtud de que la promulgación de un nuevo Código hace historia en nuestro mundo jurídico, en especial dentro del campo de los juristas. También porque los sujetos de Derecho Privado, abrumados por un sistema lento, moroso, y retardatario, y con sed de encontrar una pronta solución judicial a sus conflictos, verán en esta nueva norma un mejor camino para la solución de sus problemas, basado en una doctrina fundada en la preeminencia de los Derechos Humanos. El Código que hoy sancionamos, a diferencia del anterior, debe identificarse como el Código de la oralidad, el de la inmediatez, el de la celeridad para los sujetos de todo el Derecho Privado, es decir del Derecho Civil, Comercial, de Familia, Agrario y hasta Laboral, en tanto lex generalis,  aplicable supletoriamente a todas las disciplinas. Se opone de esta forma a los viejos Códigos formalistas, fundados en la preclusión como típico principio contrario a la oralidad, donde  jueces agigantados, provistos de una aureola de sabiduría y parsimonia, indiferentes ante la duración de los procesos y acuerpados por el sistema escrito, no tenían contacto con las partes y se alejaban deliberadamente de la comprensión de sus realidades económicas y sociales. Por esa razón las sentencias se dictaban con tardanza y sin importar su morosidad: el Juez, no las partes, era el centro y la razón de ser del sistema procesal. Afortunadamente dicho antiguo paradigma ya fue superado por la Filosofía del Derecho. Nos encontramos en un momento diferente del devenir de la Justicia la cual, sin duda, se ha democratizado al menos tanto como la sociedad a la que sirve. El acto en que el Poder Ejecutivo participa esta mañana, que no quepa duda de ello, constituye un voto de fe en el Poder Judicial; un espaldarazo institucional en su obligada misión de perfeccionar cada vez con más ahínco, una justicia de calidad para todas las y los costarricenses Porque si bien es cierto la administración de Justicia le ha sido asignada constitucionalmente al Poder Judicial, en su cumplimiento todos los Poderes del Estado estamos obligados a prestarle la colaboración debida y necesaria.  El cumplimiento de la Justicia para las personas, para los seres humanos con quienes está comprometido el nuevo Código Procesal Civil, no es solo tarea de los jueces. También lo es de toda la sociedad, incluyendo a los justiciables, en especial de los más pobres, quienes menos posibilidades tienen de ejercer sus derechos y garantías constitucionales. Es de justicia histórica recordar los grandes aportes ofrecidos hacia una lucha por la oralidad del sistema del Derecho Privado.  Primero logrando la aprobación en Corte Plena de la Comisión de la Oralidad; después organizando todo tipo de actividades académicas, y recibiendo de todos los sectores vinculados con la Justicia el decidido apoyo para superar la crisis de la morosidad judicial y de la lentitud en el Derecho Privado. Más tarde con la redacción de distintos documentos, en los que se destaca el denominado Código Procesal General, aprobado por la Corte Plena en el año 2000. Desde ahí viene este importante monumento de Codificación Procesal que hoy promulgamos, mismo que le da Costa Rica uno de los mejores Códigos Procesales Civiles concebidos en América Latina. Este planteamiento es doblemente significativo en tanto se trata de la reforma de un sistema procesal el cual, a tono con los tiempos que vivimos,  otorga más derechos y posibilidades a los ciudadanos; donde se les permite acudir ante el sistema de Administración de Justicia, viendo a su propio Juez, y donde éstos pueden discutir con amplitud sus casos en dos audiencias: la audiencia preliminar o de saneamiento del proceso,  creada para resolver todo tipo de nulidades y discusiones previas, y la audiencia de juicio, donde se discute el fondo, se reciben las pruebas, las partes emiten conclusiones y los jueces dictan la sentencia, teniendo derecho el perdedor de recurrir a la casación. Necesario es decir, habiendo señalado todo lo anterior, que aún existen detractores de este texto.  Es probable que haya mérito en algunos de sus argumentos, pues toda obra humana –aún la más virtuosa- es perfectible.  No obstante ello, no hay justificación para retrasar el desarrollo de doctrina en la lucha por garantizar un sistema democrático que dé contenido real a la defensa de los principios constitucionales y de los derechos humanos que iluminan nuestro ordenamiento jurídico. Señoras y señores: Reitero mi reconocimiento a todas las personas quienes, a lo largo de los años, hicieron aportes a la Reforma Procesal Civil. A las y los visionarios que tuvieron la capacidad de perseverar en procura de un Código que lograra, finalmente, dotar a la ciudadanía de un instrumento ágil, flexible y de rápida ejecución en procura de Justicia pronta y cumplida. En retrospectiva, pasados ya muchos años desde que se inició esta zaga, quizá algunos de esos esfuerzos –particularmente los más antiguos- no sean sopesados con la importancia que ameritan.  Yo les rindo un sentido homenaje. Son ejemplos de la materia prima de la cual ha surgido nuestra República: de la templanza, la sensatez, la dignidad, la probidad y el respeto a los Derechos Humanos que han hecho grande a Costa Rica. También exalto el fraternal espíritu de colaboración que en esta materia ha prevalecido entre los Poderes del Estado. Tal debe ser el obligado comportamiento en temas que buscan tutelar los supremos intereses de la Nación. Conviene a Costa Rica y a sus líderes tener presente la naturaleza trascendente de muchas decisiones de política pública que, resultantes de una coyuntura específica, terminan condicionando el desarrollo del país por muchas décadas. En este sentido, deseo nuevamente apelar a la comprensión de nuestro pueblo, de sus representantes y de quienes conforman los poderes fácticos que constituyen la estructura política del país, al tema de la reforma fiscal. No lo hago por fastidiar ni convocando a un espíritu de tribulación partidista. Todo lo contrario. Traigo a colación este asunto por cuando de la solución que se le busque dependerá en buena medida la capacidad que tendrá el Estado Nacional de cumplir con las obligaciones que la Constitución le demanda. Incluidas, ciertamente y de manera particular, aquellas propias de la administración de Justicia. No quiero siquiera pensar en cómo sería Costa Rica en pocos años si el Gobierno Central no contase con los recursos necesarios para dotar al Poder Judicial de aquellos que requiere para funcionar de manera adecuada. De igual manera resultaría insólito ver socavadas a las fuerzas de la seguridad pública, en momentos en que la paz social se ve amenazada por todo tipo de acechanzas (en particular aquellas propias del crimen organizado), quebrados los regímenes de pensiones, los programas de asistencia social o abandonada la histórica adhesión de nuestro sistema político con la educación pública. No exagero ni pretendo asustar con visiones apocalípticas. Los datos están allí para que todas las personas que quieran, puedan verlos. La posibilidad de que el Gobierno actual tenga que culminar su gestión en un contexto de creciente déficit fiscal está a la mano. También lo está que el próximo deba iniciar sus gestiones con un déficit cercano al 8.5% del PIB, una condición indeseable que sumiría al país en un proceloso mar de miseria, turbación social, retroceso institucional y caos político. Estoy convencido de que este panorama tan poco alentador puede superarse con sentido patriótico, con responsabilidad social y con voluntad política. Pocas veces ha habido tanta conciencia como ahora, en torno a la conveniencia de una reforma fiscal que al menos permita el inicio de una fase de expansión económica sostenible en un marco de creciente equidad. Por esa razón es que el Poder Ejecutivo está acelerando las consultas con el Primer Poder de la República a fin de lograr un avance verificable en la aprobación de los proyectos de Ley conducentes a la reforma fiscal integral y progresiva que auguramos. Si ello se lograse en un plazo perentorio, el país podría ubicarse en “otro” lugar. Uno en donde pueda aprovechar el innegable clima de estabilidad macroeconómica e institucional de que goza en la actualidad, con el fin de incrementar sus niveles de desarrollo humano sostenible. Amigas y amigos: Costa Rica cuenta hoy con un Código Procesal Civil que devuelve a las y los ciudadanos la capacidad de ser tutelados con la dignidad que les confiere su condición humana. Ello no es poca cosa, particularmente en un mundo en donde muchos Estados conculcan todavía los derechos básicos de las personas, soliviantan sus instituciones y ponen en tela de juicio la soberanía popular, ese elemento esencial sin el cual la democracia pierde todo su sentido, languidece y muere. Celebremos por lo tanto este logro con sincero regocijo. No tanto por la letra recogida en un nuevo Código -que aun siendo virtuosa si no se aplica es letra muerta- como por lo que su promulgación conlleva: la consagración de un entendimiento nacional en torno a la centralidad de la Justicia como eje articulador de la sociedad toda.  Es allí, en esa sencilla pero trascendental premisa, donde reside la grandeza de la democracia nacional.

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